¿Quién no ha dicho alguna vez que tiene una asignatura pendiente en su vida?
En septiembre de 2018 me plantean viajar a los campos de Refugiados del Sáhara. Era algo a lo que yo llevaba dándole vueltas desde hacía mucho tiempo. Siempre había soñado con realizar ese viaje, pero por causas de fuerza mayor nunca era el momento. Ese año vi la posibilidad de poder conocer de primera mano la situación en la que se encontraban los saharauis, sus costumbres, su cultura, sus necesidades o carencias…
En la asociación de ayuda al Pueblo Saharaui de Fuente del Maestre, con la que llevo colaborando desde hace 17 años, me animaron muchísimo.
El viaje, aunque fue largo, fue muy ansiado con lo cual quedó compensado; Madrid-Argel y luego escala hasta Tinduf y de ahí en autobús y camioneta hasta la Wilaya (pueblo).
Tengo que destacar dos cosas de mi estancia en los campamentos:
- Me impresionó bastante el paisaje desértico; daba igual hacia dónde mirase, sólo arena y más arena, sin plantas ni árboles. El aspecto que presentaba el campo de refugiados era desolador; la primera impresión fue desmoralizante y costaba creer que pudieran vivir allí, en esa cárcel de arena, (sobre todo para las mujeres cuyas opciones de salir son mínimas), donde las posibilidades de autoabastecimiento son nulas, al no haber agua ni tierra fértil y donde el viento del Siroco daña cualquier posibilidad de cultivo.
- Pero ese sabor amargo que sentí fue compensado en cierta medida por esos amaneceres tan espectaculares, esa sonrisa de agradecimiento y dulzura en los ojos de los saharauis y esa amabilidad, solidaridad y alegría que tenían esos niños jugando con la arena y corriendo de un lado para otro….
Para finalizar, sólo deciros que de todo lo que experimenté durante mi estancia en el desierto,
me quedo con su gente, con su sencillez y su hospitalidad, el dar todo a cambio de nada.
Resultaba paradójico ver cómo con tan poco podían ser “felices”. Desde luego todo un ejemplo y una lección a tener en cuenta.